5 cosas que aprendí cuando dejé de gritarles a mis hijos.
Ser
madre es una tarea difícil, ¡vaya que lo es! Pero también es la mejor manera de
enaltecer nuestra existencia. Algunas veces, el agobio del día a día no nos
permite recordar la maravillosa labor que tenemos entre manos y terminamos
gritando y riñendo a nuestros hijos, no porque estemos cansadas de ellos,
sino porque el cansancio viene del sin fin de tareas que tenemos adicionales a
ser mamá, como si serlo fuera poca cosa.
Sin
embargo, a veces somos nosotras mismas las que nos ponemos una meta
muy alta, queremos hijos perfectos de los que no alzan la voz ni ensucian
su ropa, también de los que son discretos y de los que saludan a todos de beso,
queremos hijos de buenas calificaciones y cuartos perfectamente ordenados, que
lean de corrido a los 6 años y que no se despeinen, que no pierdan los juguetes
y que hagan los deberes solos...
¡queremos niños que solo existen en las
revistas!
Así
que lo que aprendí cuando dejé de gritarles a mis hijos fue:
1.- Lo perfecto es
enemigo de lo bueno
Cuando
dejé de gritarles a mis hijos aprendí que no necesito ser una madre perfecta,
no estoy en una competencia diaria para demostrar nada a nadie. Entendí que
mis hijos me prefieren menos correcta y planificada y mas espontánea y feliz.
Tal vez mi
casa no esté de portada de revista, pero la sonrisa de ellos sí y es porque he
dejado de gritarles a mis hijos.
2.-No tengo hijos
perfectos, tampoco los quiero perfectos
Mis
hijos son perfectamente imperfectos, no les gusta bañarse, riñen para ordenar el cuarto, siempre quieren un juguete nuevo… y, ¿cómo podrían ser
distintos? ¡Son niños!
Los
amo así como son, a veces gruñones porque tienen su
propio punto de vista de las cosas, a veces caprichosos porque solo quieren ser
felices. Esos son mis hijos: perfectamente imperfectos, son niños.
3.- Soy la mamá que
mis hijos necesitan
Aun
antes de que llegaran a mi vida, ya tenía ideas de cómo quería criar a mis
hijos. Cuando venían en camino planifiqué qué iba a hacer en cada situación,
no quería ser una mamá improvisada.
Me
imaginé cómo le iba a enseñar a rezar y también modales en la mesa. Me
dije a mí misma que jamás les daría comida chatarra y que los enseñaría a ser
valientes, independientes y generosos. En fin, hice planes con personas que aún no conocía.
Luego
me di cuenta de que debo ser la mamá que cada uno de ellos necesita, porque cada hijo me necesita diferente,
porque cada uno de ellos es diferente.
4.- Las miradas de
los demás sobran
Tengo
muy buenas amigas, con las que puedo compartir con sinceridad las dificultades
que a veces voy encontrando al criar a mis hijos, escucho las suyas también.
Nos reímos y nos preocupamos juntas, buscamos alternativas o nos hacemos
llamados de atención. Son mis socias en esto de la maternidad después del padre
de mis hijos.
Pero
también he aprendido que hay miradas y palabras que sobran.
5.- Aprendí a
superarme a mí misma
Mis
hijos, entre lo mucho que me han enseñado es a superarme a
mí misma, a ser mejor ser humano. Me enseñaron a fijarme en la
meta, no en los obstáculos y que puedo lograrlo sin gritarles a mis hijos.
Hoy
en día soy realmente una mejor versión de mí misma con respecto a cuando ellos
nacieron, me han hecho reinventarme, me retan a ser mejor.
Cada
día me levanto con el deseo de ser una mamá a su altura, con
la fuerza indetenible para lograr educarles como cada uno necesite, no como yo
quisiera para satisfacer mi ego.
Realmente, no todas las noches me acuesto
satisfecha, algunas sí y mucho, pero otras siento que me voy a la cama
debiéndoles un mejor día, algunos abrazos y tal vez mucha paciencia. Esos días,
más que ningún otro, me acuesto con la total convicción de que mañana tendré
una nueva oportunidad de no gritarles a mis hijos.
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